
La región Enriquillo, esa franja suroriental de la República Dominicana que abraza la frontera, se debate en una cruda paradoja. Por un lado, es el testimonio de un abandono histórico, donde la agricultura, otrora vocación de sus tierras, lucha por no fenecer entre la sequía y la desidia. Por otro, se le presenta un futuro reluciente, pulido y forjado desde el Estado, centrado en el turismo de Pedernales. Esta contradicción no es casual; es el reflejo de una política de desarrollo desequilibrada que privilegia la novedad sobre lo fundamental y arriesga crear dos países dentro de uno mismo.
La agricultura en la Region Enriquillo ha sido tradicionalmente una lucha épica contra los elementos. Su clima semiárido, con largas temporadas de sequía, siempre exigió más ingenio y apoyo que otras regiones. Sin embargo, lo que era un desafío climático se ha agravado hasta convertirse en un drama social debido a una asistencia estatal inconsistente y, a menudo, mal dirigida. Los productores de banano, café y otros frutos se quejan, con razón, de la falta de canales de riego eficientes, de precios justos, de acceso a financiamiento blando y de vías de comunicación en condiciones para sacar sus productos. El apoyo gubernamental, cuando llega, suele ser más un paliativo electoral que una política de estado integral y sostenible. El resultado es una migración constante de los jóvenes hacia las ciudades, el envejecimiento del campo y la lenta agonía de un sector que podría ser la columna vertebral de la seguridad alimentaria y la economía local.
En stark contraste, se erige el megaproyecto turístico de Pedernales, Cabo Rojo. Con una inversión estatal sin precedentes en la zona, se está construyendo desde cero una infraestructura de primer mundo: un aeropuerto internacional, carreteras de acceso, plantas de tratamiento de aguas y una zona de resorts con un modelo que promete ser «inclusivo». El gobierno ha volcado aquí toda su maquinaria, su discurso y sus recursos, pintando un futuro de empleo masivo y derrame económico. Si bien la iniciativa es loable y el potencial de la zona es innegable, el contraste no puede ser más violento. Mientras a unos kilómetros los agricultores carecen de agua para sus conucos, se instalan costosas tuberías para garantizar el suministro a los hoteles. Mientras una carretera se agrieta y polvoriza, se construyen modernas vías hacia la playa. Este desnivel alimenta la percepción de un estado que mira con un interés distinto—y con un bolsillo mucho más abultado—a un sector sobre el otro.
Esta dicotomía encierra un riesgo profundo: la creación de una economía dependiente y desenraizada. Un modelo turístico de enclave, si no está inteligentemente vinculado a la economía local, corre el peligro de importar hasta la lechuga que consumen sus huéspedes. ¿Dónde queda entonces la promesa de desarrollo para los productores de Bahoruco, Independencia, Barahona y el propio pedernales ? El verdadero éxito de Cabo Rojo no se medirá solo por la ocupación hotelera, sino por su capacidad de activar las cadenas de valor locales: que el aguacate, el plátano, el queso y el café de la región lleguen a los desayunos buffets de los resorts; que las excursiones incluyan y beneficien a las comunidades del interior; que el empleo no se limite a la jardinería y la limpieza, sino que incluya puestos de gerencia y oportunidades de emprendimiento para los locales.
El desarrollo no es un juego de suma cero donde se debe elegir entre agricultura o turismo. La verdadera visión de estado consiste en tejer una estrategia donde ambos se potencien. Urge un plan de rescate agresivo para la agricultura de la Región Enriquillo: tecnificación de riego, asistencia técnica real, construcción de centros de acopio y facilidades para la agroindustria. Al mismo tiempo, se debe legislar y exigir que el proyecto de Pedernales tenga cuotas de abastecimiento local y se integre verticalmente con la producción de la región.
No se puede construir el futuro de una región sobre la ruina de su tradición. La Región Enriquillo no necesita que elijan por ella entre su pasado agrícola y su futuro turístico. Merece un presente donde ambas realidades converjan en un solo camino hacia la prosperidad. De lo contrario, solo se estará perpetuando el abandono, ahora con el telón de fondo de un oasis artificial que, para muchos, será solo un espejismo inalcanzable.